Eterno como todo mito, Luca Prodan no ha muerto. Su esencia permanecerá entre nosotros en la medida en que alimentemos la nostalgia de sus canciones.
La figura de Luca es hoy la reconstrucción colectiva de todos aquellos que lo conocieron a través de su música.
El líder de Sumo murió un 22 de diciembre de 1987 en Buenos Aires.
Había llegado al país en 1981 en un viaje urgente, un manotazo de ahogado de quien ya siente el amargo sabor del final en los labios.
Luca no vino a hacer música a la Argentina. A pesar de sus demonios, y no gracias a ellos, fue que encontró tierra fértil para sus apetitos de artista.
Por esas cosas del talento y el caos, Sumo se convirtió en un éxito con raros precedentes dentro de la historia del rock nacional. Aunque Prodan nunca llegó a considerarse a sí mismo una estrella del rock vernáculo. La sola idea de darle forma al “rock nacional”, como concepto estético, le parecía risible e imposible. El rock es en inglés, aseguraba.
Entonces Sumo era, al menos al principio, una banda de argentinos, italianos e ingleses que a la hora de tocar hablaban el idioma de Muddy Waters, los Sex Pistols y los Rolling Stones.
Luca fue una persona entrañable. La respuesta solidaria de quienes lo conocieron, en distintos momentos de su vida y en distinto grado, prueba su capacidad para acercarse al otro. Por amor o hastío, Luca lograba hacerse notar.
Un conocido de la familia de sangre azul le compró el pasaje a Buenos Aires. Una vez en la Argentina Timmy McKern lo recibió en su casa de las Sierras de Córdoba. De a poco Luca recobró fuerzas y comenzó a cantar y a componer, dos cosas que en verdad lo definían como ser humano. El resto es historia.
Parece increíble que alguien –un artista o un ingeniero, da igual– pueda dejar una huella tan profunda en la cultura de un país en tan escaso tiempo.
La potencia, la sensibilidad y inteligencia de su música se proyectaron, en adición, en la construcción del mito. Aunque Luca siempre demostró ser bastante preciso en cuanto a los datos de su biografía, su camino resultaba increíble, quizás demasiado para los estándares locales de la juventud de la época. Pero era cierto.
La familia de Luca tenía una excelente posición económica en Italia, estudió en el prestigioso colegio Gordonstoun, del que se escapó para espanto de los suyos, fue parte de la movida rock punk londinense y llevaba el genio de la música en la sangre. De haber sobrevivido a su dolor, cosa que hoy en perspectiva parece muy improbable, Luca Prodan tal vez se habría marchado un día de la Argentina, a otro continente, y también allí sus nuevos huéspedes hubieran dudado de la veracidad de sus recuerdos.
La fractura original que sin demora lo condujo hacia la heroína y más tarde al alcohol nunca podrá ser del todo comprendida. Las interpretaciones más sutiles, más delicadas, quedaron, quedarán para su padres, Mario Prodan y Cecilia Pollock, y sus hermanos, Michela, Claudia y Andrea. Para una mente brillante como la suya todo era posible y así ocurrió. Pero, por encima y por debajo de la herida, Luca era música en esencia. Se lo escucha cantar en los viejos registros en Super 8 que andan dando vueltas en youtube, en los tracks de “Corpiños a la madrugada”, entre otros discos rescatados, en los cassettes que enviaba a sus familiares a modo de cartas. Improvisaba al piano, jugaba con la sonoridad de las palabras, hacía coros en las conversaciones de la tarde, susurraba melodías, reía canciones. En el muy buen documental de Rodrigo Espina, “Luca”, hay bastante material para deleitarse sobre este punto.
Como presintiendo que su vida iba a ser corta, Luca compuso mucho y sin pausa. De la mano de sus canciones, como de ciertos libros, nosotros también vamos hacia nuestro propio destino.
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