Por Walter Rodríguez
Tras la vuelta de la democracia, el Bajo de Buenos Aires, otrora terreno de cabarets, piringundines, percantas y gaviones, cedió su espacio a una buena parte de la movida under de aquellos años, cuyo ojo mayor era el inolvidable y mágico Palladium de Reconquista al 900, “lo mejor del tercer mundo” tal como se lo promocionaba al lugar. Un templo encantador surgido en los años de la nueva fascinación porteña pos dictadura, refugio de movidas creativas que emergieron sin pausa una vez roto el duro cascarón del huevo castrense.
En Palladium se podría decir que nació el body paint, más bien el face-paint. En ocasiones, donde la consigna de la reunión no era lo más importante, manos maestras y pinceles inquietos maquillaban las caras de la fauna del lugar, para que terminaran conviviendo guasones, cíclopes, geishas y mefistos. Todo se transformaba en un carnaval sin importar termómetro ni calendario.
Vivir el Buenos Aires de aquellos años posteriores al ’83, era entregarse en plenitud al descubrimiento, al halo innovador donde todo estaba por venir. El boca en boca era la herramienta de comunicación por excelencia. Una nueva cita pagana se promocionaba en la anterior y así. Sin encasillamientos ni intolerancias, ni tribus ni sectarismos. Era un tiempo demasiado virgen como para malgastarlo en fanatismos sin sentido. Se revelaban artistas brillantes, y otros no tanto, pero todo era diferente y original. Tiempos de misa con asistencia perfecta sin esfuerzos. Y cuando se anunciaba por ejemplo que los Redonditos de Ricota tocaban en Palladium, era una cita que no admitía ausencias injustificadas.
Patricio Rey presentó Oktubre el 18 y 25 de octubre del ‘86 en aquel templo del Bajo. La banda hacía ya un par de años había abandonado los pubs por problemas de capacidad, y no pasó mucho tiempo más para que lugares como Palladium o el Parakultural comenzaran también a quedarle chicos. Al menos eso pareció en la aquella primera noche, donde había algo de mil personas. O más. Pasó mucho tiempo ya. La verdad es que no era tan importante el número en sí. Cuando tocaban los Redondos, el cuerpo a cuerpo abajo del escenario, ya en aquella época, era una cuestión inevitable.
Cuando Palladium se vestía de fiesta, la estrecha calle Reconquista mutaba en peatonal, claro que de manera extraoficial. Los años no han logrado borrar la imagen del rojo, enorme e impiadoso bondi 115 que rezaba en el frente Retiro-Pompeya-, cuyo cromado y lustroso radiador esa noche pasó tocándole(me) el culo a todos los que pugnábamos por entrar al recital.
Terminada la lucha grecorromana de la puerta, la vida interior de un recital ricotero te hace olvidar las penurias al primer acorde. Ahí está el Indio Solari, con la silueta recortada gracias a un tacho de luz que sale cerca de la batería del ‘Piojo’ Avalos, los dos guitarristas de entonces, Skay Beillinson y Tito Fargo, espalda con espalda, la desgarbada figura de Semilla Bucciarelli, con su bajo, y el saxo de Willy Crook, que había reemplazado no hacía mucho tiempo atrás al Gonzo Palacios. Daniel Melero, alma mater de los primeros intentos de la música electrónica vernácula con Los Encargados, fue uno de los invitados de la noche.
El lugar es un infierno (encantador). Los hits de las huestes ricoteras por entonces son La Bestia Pop y Semen-up, pero los temas ‘nuevos’ de Oktubre calzan sus propios resortes y la masa uniforme se mueve y salta en sincronía, como una coreografía ensayada. Y el calor, siempre el calor. La cerveza helada se terminó hace un buen rato, y la remera ya desde el tercer tema descansa anudada en la cintura del jean. Todo es fiesta y locura. El inconfundible timbre de voz del Indio llama por más y la gente responde. El combo desenvuelve por primera vez en vivo Preso en mi ciudad y Jijiji, y la premonición de que serán clásicos en el tiempo, asalta a más de uno. Todo es aún de entrecasa, gustoso, casi íntimo. La cuenta regresiva para disfrutar de los Redondos en versión artesanal, ha comenzado. Para mal de unos pocos y regocijo de muchos. Apenas tres años después tocarían para 25.000 personas al aire libre en Obras, y ya no habría vuelta atrás.
Este célebre recital ha quedado registrado en un no menos célebre CD pirata de 16 canciones, que contiene temas de los 2 discos oficiales hasta ese momento, y también varias joyas que nunca formaron parte de la discografía ricotera oficial como De aquellos polvos futuros lodos, El regreso de Mao y Un tal Brigitte Bardot.
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