Tal vez. Y sólo tal vez si no hubiera sido uno, hubiera sido el otro. Ambos ingleses, ambos intérpretes brillantes, ambos atractivos para millones de mujeres de este mundo, ambos exitosos, ambos cool, ambos gay.
Freddy Mercury, la reina, George Michael, la princesa. Una combinación increíble que no se estableció jamás pero de la que tuvimos un atisbo años atrás cuando el segundo cantó un clásico del primero.
¿Recuerdan aquel concierto homenaje en que una parva de estrellas desfilaron por el escenario intentando emular la voz del gran Freddy, un tipo que podría haber sido cantante de ópera?. ¿Quién fue el único que sin desentonar ni palidecer llegó a las alturas que sólo Mercury podía alcanzar? Pues si, Michael.
Este artista versátil, de extensa parranda artística, el que ha pasado por una enorme variedad de modas y estilos imperantes y arrumbados en el baúl de los olvidos permanentes, el que ha estado gordo, flaco, agotado y exuberante en el lapso de un mes, es la persona excluyente que podría calzarse los pantalones ajustados de Freddy Mercury.
De un modo virtual se han dado la mano a lo largo del tiempo. Es un encuentro soñado, una reunión donde los titanes comparten el espacio. No más que eso. Al menos, los hemos medido e imaginado.
Ahora que de aquel grupo llamado Queen sólo quedan las buenas intenciones está claro, que Freddy hubo uno e indivisible y que de faltar a la cita por muerte o resfrío, el querido, el entrañable George Michael, podría haberlo suplantado con la dignidad necesaria.
Hoy uno duerme en un limbo desconocido. El otro, aun soporta el aullido de los lobos que quieren comerse su fruta. Cada tanto resurge y nos sorprende con su ritmo cruel y tan equilibrado. Le queda el consuelo de saberse especial. Tan distinto como un tal Freddy Mercury. Es como tocar el cielo con las manos mientras vive en el infierno de las prohibiciones.
Como no estaba permitido ser Freddy Mercury hace unos años, tampoco lo está incluso hoy, ser George Michael.
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