Claudio Andrade
La música disco siempre encontrará su mejor sinónimo en el falsete tan pop como medieval de los hermanos Gibb. El domingo se fue Robin Gibb y con él parte un gran capítulo de la historia de este género.
Eran los 70 y este tipo de excentricidades estaba permitida. Un puñado de hombres de pelo en pecho entonando himnos generacionales con la impronta de un cantante eunuco del siglo XV. Pero los Bee Gees estaban más allá de los prejuicios. Su constante desliz vocal, seguido por una poderosa maquinaria de ritmos, se expandía por el aire de las discotecas como una tormenta perfecta.
Los hermanos Gibb fueron los príncipes alucinados y glamorosos de una época que tuvo en el desquicio uno de sus fundamentos y una de sus banderas. Entonces, en los reductos de la diversión, todavía nadie hablaba del sida y el sexo no era más que otra forma de diálogo apurado. Las drogas estaban mucho más permitidas que ahora porque, en verdad, aun no habían sido corporizadas. La música era una herramienta de disolución que podía convertirse en un producto y no al revés como ocurre hoy. La música, sí, como un mantra para recitar sudando entre luces de colores y humo de “mentiritas”.
Aquél fue el marco en el cual los Bee Gees se volvieron hijos predilectos de las fantasías de una generación que continuó a su modo el capítulo abierto que dejaron los hippies.
Los Bee Gees lograron la rarísima proeza de mantenerse jóvenes para siempre por siempre jamás. Pero como para todo hay un precio, ellos también tuvieron que pagar el suyo: la perpetuidad sin mancha ni progresión. Como estatuas de oro atravesaron los 80 y se proyectaron aun dos décadas más. Dejó de importar si los Bee Gees estaban a la moda o si sus old great hits picaban alto en los hits radiales clásicos. O incluso si componían un tema interesante en su etapa otoñal.
Lo verdaderamente significativo en su caso era, aún es, que estuvieran ahí, justo donde nosotros (la generación de los ahora cuarentones y la de nuestros primos o hermanos mayores que hoy andan entre los 47 y los 50) los dejamos. Paraditos sobre el mueble del tocadiscos.
Siempre que un Bee Gees necesitara un elogio ahí estaríamos sus amigos de parranda listos para defenderlos y apoyarlos. Porque en los 90, sobre todo en los 90, ese falsete mágico comenzó a quedar raro. “Hubo un tiempo, hijo mío, en que estos chicos dominaron el espacio radial con canciones como “Stayin’ Alive” y “Fiebre de sábado por la noche”, me parece escuchar la voz de un viejo diablo analógico de las pistas hablándole a un adolescente 2.0. Cuántico.
Su participación en “Fiebre de sábado por la noche” fue su pasaje al cielo. Desde entonces nunca han bajado del Olimpo.
En términos musicales sus cuerpos trascendieron la enfermedad y la muerte. Los Bee Gees representaron una época de búsqueda constante por la vía de la distorsión soft. Casi como si ellos y sus voces paroxísticas hubieran permanecido ajenos al rock and roll que se cocinaba a su alrededor. Por supuesto, los Gibb también empinaban el codo y volcaban “la pastilla” en sus gargantas. Pero eso no lo sabíamos entonces. Años después, cuando otros ocupaban el resplandor de las pantallas televisivas, conocimos sus miserias y fuimos testigos tardíos de su delicada humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario