Por Claudio Andrade
Los grandes artistas antes que propietarios de una obra son los precursores de un imaginario. Un paraíso en principio personal que con el tiempo va convirtiéndose en un espacio compartido por millones de otros seres humanos.
No se trata tanto de lo que Bob Marley hizo por o con el reggae como de las proyecciones que comenzaron a multiplicarse a partir de la música interpretada por Marley.
El propio Marley profesaba un ideario aun más místico que el propio reggae: el culto rastafari.
Marley también soñaba con una tierra prometida y en su tránsito hacia ese lugar -más justo, más armonioso, más todo- se dedicó a cantar en la clave armónica que mejor conocía: el reggae. Ritmo y melodía hija de la mixtura interracial.
Escuchar a Bob Marley & The Wailers es viajar en el tiempo. Es transportarse a esa tierra prometida donde los problemas parecen diluirse entre el humo de la hierba, la playa y un sonido amable aunque comprometido que atraviesa los poros de la piel.
No son tantos los artistas que nos permiten este pasaporte a la fantasía. Marley, como Picasso, como Lennon, nos conduce a las puertas mismas de un universo creativo que integra elementos reales con otros puramente poéticos. Metáforas de un enigma idiomático que estalla para convertirse en algo más: sensualidad, deseo, búsqueda de identidad perpetua, discurso social, armonías milenarias.
Es probable que no viajemos nunca a Jamaica, que jamás nos encontremos en una playa acariciada por el sol del Caribe, mientras bebemos jugo de coco apoyados contra una palmera; puede que tampoco se nos unja como miembros fundadores de un nuevo gobierno celestial donde todo está más que bien, man.
No importa, algunas de aquellas postales tampoco fueron disfrutadas por Marley.
La verdadera clave de su existencia es haber sido relator de lo posible y lo imposible. Un ingeniero y un trovador afroamericano del corazón en eterna danza.
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