martes, 29 de marzo de 2011

Bienvenido Mickey, bienvenido

Por Claudio Andrade

Un perrito. Un pequeño, nervioso y ojeroso perrito era todo lo que le quedaba en la vida a Mickey Rourke justo antes de tocar fondo como actor, como ser humano.
Antes de eso, muchas cosas. Demasiadas.



Alguna vez “The New York Times” (que ha dejado de ser gratis en internet por estas horas, dicho sea de paso) calificó a Mickey Rourke como el heredero natural de Marlon Brando. Si, a ver, eh, si, escucharon bien: hubo un tiempo en que Rourke podía ser comparado con el más grande actor de todos. Hoy ese tipo de comparaciones, de apuestas, recaen sobre gente como Leonardo DiCaprio o Edward Norton. En fin, otras biografías.
El elogio del gran diario americano fue poco después de que Rourke paseara su atribulada estampa shakespereana a lo largo y ancho de “La ley de la calle”, la sobresaliente, espléndida y profunda película de Francis Ford Coppola (la que más le gusta a su hija, Sofía, dicho sea de paso, again).




Luego vino “9 semanas y media” y un puñado de películas totalmente dispares. “Francesco”, “Orquidea salvaje” (oh, my God!!!!!!), “Corazón Satánico” y otras. Curioso o no, Mickey Rourke dejó una huella indeleble en cada una. Su capacidad actoral no lo abandonó ni siquiera en sus momentos más tétricos.
Entre medio y después, soportamos su regreso al boxeo. Le sobraron, como apuntes que jamás debieron escribirse al pie de su historia personal, las noches eternas, el gasto excesivo y su rechazo o indiferencia hacia producciones que podrían haberlo redimido, como “Nacido para matar” y “Tiempo violentos” (demasiado ebrio o demasiado molesto para levantar el teléfono y aceptar ambas propuestas) y la soledad. La enorme, voluptuosa, dramática soledad del dios caído.
En Hollywood ya nadie lo quería. En Hollywood un día se olvidaron de él.
Mickey Rourke, grueso como un boxeador peso mediano, marcado a fuego por las cirugías plásticas, sin un centavo en el bolsillo y agotado de sí mismo y de un personaje que devoró a su persona volvió a sus orígenes: Miami. Los barrios humildes de la ciudad de los colores pastel.




Mickey Rourke se instaló allí en un pequeño departamentito con su aun más pequeño perrito salchicha. Justos aguantaron el temporal. El perro mirando al cielo y Rourke castigándose en el gimnasio de un amigo donde podía entrenar gratis juntos a otras viejas glorias del boxeo. Quienes lo conocieron entonces contaban que el tipo estaba muy pero muy triste.
Su viaje al infierno fue un viaje de ida y vuelta. El personaje recuperó su esencia, a su horror, Rourke, le sacó partido y poco a poco comenzó a ganar terreno en la industria que lo observaba con reticencia.
No ganó el Oscar con “El Luchador” pero recibió una calurosa bienvenida de parte de otro rebelde: Sean Penn. “Bienvenido de regreso a casa”, le dijo. Y Rourke agradeció el gesto de su amigo.
Bienvenido Mickey, bienvenido.


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